sábado, 12 de marzo de 2011

Entrevista a Juan Carlos “Juancho” Martínez

“Tenemos que trabajar en la creación de un Museo y en una facultad donde se enseñe el arte del Carnaval”

Juan Carlos Martínez es más conocido por “Juancho”: un nombre que es sinónimo de Carnaval.
Nació el 21 de octubre de 1934 en Gualeguaychú. Es el mayor de seis hermanos que tuvo Lucrecia Martínez, ama de casa, pero quien le enseñó los rudimentos de la costura.
Nació en Magnasco, entre San Juan e Ituzaingó. La escuela la inició de manera temprana. Nacido en octubre, no pudo ingresar a primer grado y entonces lo mandaron a maestra particular; más precisamente a la casa de las señoritas Soria, similar a un jardín de infantes que quedaba en calle San Juan y recién al año siguiente ingresó a la Escuela Rawson.
Juancho Martínez fue integrante de la mítica Barra Divertida, un grupo que innovó los corsos de la ciudad y escribió las páginas más gloriosas del Carnaval que hoy se reconoce como el mejor del país.

Juancho Martínez recibió a EL ARGENTINO en la mañana del jueves, en su casa taller de calle Rosario al 200. Los vecinos pasan por su puerta para saludarlo, porque él es un profeta en su tierra. Juancho domina toda una sala que es también ámbito de creación carnavalesca y de costura. Detrás de una máquina de coser que él mismo reconoce como parte de sí mismo, Juancho Martínez dialoga con el corazón en la mano y haciendo del recuerdo un agradecimiento de vida. Con casi 77 años confiesa que está pensando en el retiro, aunque Papelitos 2012 le puede traicionar la decisión. A lo que no renuncia es a vivir para el Carnaval: “Con lo poco o mucho resto que me queda, voy a pelear para que tengamos un Museo del Carnaval y que alguna vez se enseñe este arte en la facultad”, expresa con un tono de anhelo y desafío al mismo tiempo.

-¿Recuerda su paso por la primaria?
-Me acuerdo de todas las señoritas maestras y de muchos compañeros. Especialmente a las señoritas Dorita Oliver y a Blanca de Portela. Era el tiempo donde las señoritas maestras tenían autoridad social. De esa época me impactó la directora de entonces que se llamaba María Guillermina Siboldi. Tenía una personalidad que inspiraba autoridad y confianza al mismo tiempo. En esos años se formaba no sólo a la entrada y salida de la escuela, sino al final de cada recreo. Entonces, la señorita Siboldi salía de la Dirección, se paraba frente a todos nosotros y le gustaba observar que las filas estuvieran perfectas para entrar en orden al aula y seguir con nuestros estudios. Era una mujer con una personalidad muy fuerte. La única vez que lloró fue cuando anunció que se jubilada. Yo iba a sexto grado y la noticia nos impactó emocionalmente pese a nuestra corta edad. Ver rodar unas lágrima por su rostro me causo un gran impactó. Y lo otro que me asombraba de María Guillermina era que tenía siempre el ruedo del vestido descosido. Como de chico ya tenía tendencia por la costura, ese detalle me llamaba la atención. Hay imágenes de la infancia que se han quedando para siempre y no se borrarán jamás.

-Es oportuno tomar esas imágenes y hacerlas rodar. ¿Se acuerda de su primer carnaval?
-Inolvidable. Tenía ocho años. El Carnaval se hacía en la 25 y mi mamá nos llevó a lo que era “Lo Ferrando”, porque esa era la expresión para ubicarnos de manera precisa: “Lo Ferrando”. Las murgas iban y venían por 25 de Mayo. La formación de las murgas era en fila india y largas. Tenían una coreografía semejante al caracol y cuando las murgas que iban se encontraban con las que volvían, cada una intentaba encerrar a la otra con esa coreografía como de caracol que daba vueltas y vueltas. Los personajes eran rarísimos. Por ejemplo, los alemanes trajeron la novedad de los osos carolina y salieron con esas figuras e incluso salían al frente de las murgas. Otros se vestían de gauchos e indios y payaban y simulaban una pelea. Luego, pasaban los coches de plaza, algunos tirados a caballos y otros ya a motores. Los coches estaban adornados con guirnaldas y los descapotados podían lucir mejor a las chicas que llevaban arriba y ellas saludaban, como princesas, a los vecinos. El escenario montado sobre la 25 era ya fiesta para los ojos, porque cada treinta metros se ponían unos faros iluminados. Las guirnaldas eran de papel porque el plástico todavía no existía. Ver todo ello fue deslumbrarme. Recuerdo a las familias sentadas frente a sus domicilios, con palcos personales que ellos mismo hacían y adornaban e incluso competían de un lado a otro de las aceras. Las serpentinas iban de un palco a otro. Me impresionó tanto, que al otro día fui al circuito para reconocer desde dónde había vivido y sentido eso tan intenso con el Carnaval.

-¿Y a la costura cómo llega?
-Mi madre cosía en casa. Pero el gran aprendizaje lo tuve cuando a los veinte años me fui a vivir a Buenos Aires. Me había salvado del servicio militar obligatorio porque soy corto de vista para mirar de lejos, no de cerca porque puedo enhebrar la aguja a simple vista. Viví catorce años en Buenos Aires y en los trabajos que tuve siempre acordamos como condición que en la semana de Carnaval regresaba a Gualeguaychú. Me hacía mis trajes y salía “suelto” con un grupo de amigos pero sin formar una murga. En Buenos Aires trabajo en una casa de moda que se llamaba California, que tenía salón de belleza y taller de confección. Una vez llegó a mis manos unos folletos que ofrecían cursos gratuitos en el Instituto del Vestido que quedaba en calle Viamonte y mis compañeras de trabajo me alentaron para inscribirme. A los seis meses de estar aprendiendo, la profesora me dijo que ya no podía enseñarme más nada.

-¿Siempre trabajó en la costura?
-No. Trabajé en un bar que era de un tío mío. Quedaba en Belgrano 1825 y allí conocí a toda la bohemia de Buenos Aires: Aníbal Troilo, Julio Sosa. Solamente cerraba el 1° de mayo y para fin de año cerraba por unas pocas horas. Ese bar se llamaba Montecarlo y quedaba cerca de Radio Belgrano y de una sala de grabación donde iba el Club del Clan. Conocí a Sandro cuando lo operaron de la rodilla en una clínica privada que quedaba enfrente del bar y teníamos que llevarle todas las mañanas el desayuno. Lo mismo que al mundo del teatro, que lo conocí gracias a Tesoro Gutiérrez, que era un amigo de Gualeguaychú.

-¿Cómo fue eso?
-Nos encontramos de casualidad en la calle Corrientes. Y me contó que estaba en una agencia de reventa de entradas. Ellos compraban entradas en los teatros y luego las revendían. Me ofreció el trabajo de hacer la cola en los teatros a cambio de dos entradas. Así conocí a Edith Piaf, a Louis Armstrong y a Ella Fitzgerald cuando vinieron a la Argentina en 1957, a Joséphine Baker en el Gran Rex, a Marlene Dietrich. Era amigo de los acomodadores de los teatros y me iba a ver los ensayos. La vi bailar a Maia Plisetskaia, a todas las compañías de baile rusas… en fin… me daba todos los gustos en materia de arte. Incluso había dos espectáculos de jerarquía internacional de manera simultánea. Finalmente, mi tío del bar Montecarlo falleció y al tiempo mi tía decidió venderlo y regresamos por un tiempo a Gualeguaychú por razones familiares. Tenía un primo que era adulto pero tenía mente infantil y mi tía sentía que Buenos Aires no era un buen lugar para él. Venimos a Gualeguaychú y mis planes eran quedarme tres meses hasta construirle una casa en la calle República Oriental e Ituzaingó.

-¿Quería volver a Buenos Aires?
-Sí, porque cuando se vendió el bar Montecarlo, compré una cantina que se llamaba “El gallo bataraz” y quedaba en Uspallata y Lavardén. De día dábamos de comer: los clientes eran mayoritariamente de Entre Ríos y Corrientes, porque esa cantina estaba enfrente del Mercado de Aves y Huevos. Y así como de día era un mesón, de noche se convertía en una especie de café concert. Bueno, luego vendí mi parte y me radiqué ya de manera más definitiva en Gualeguaychú. Mi hermana cosía y le propuse poner un negocio y lo instalamos en calle 25 de Mayo, frente al entonces Banco Italia y más tarde nos mudamos al local de calle Rosario. Se llamaba Modas Lucky. Hacíamos vestidos y trabajos de sastrería. Mi madre tenía una máquina de coser eslovena. La Casa Betolazza había traído dos máquinas de esas y una la compró mi madre y todavía la tengo en uso. De todos modos, la máquina con la que he trabajado los trajes y vestidos del Carnaval es otra y me ha acompañado a todas partes. Debe ser la máquina que más vestidos del Carnaval ha zurcido.

-¿Y su ingreso a la Barra Divertida?
-Al principio nosotros salíamos sueltos. Pero un día se nos dio la posibilidad de alquilar un coche de plaza a don Chinganga y lo fuimos a ver cerca del Club Tiro Federal. Le dijimos que nos viniera a buscar a una pensión que estaba en calle Luis N. Palma donde nos vestíamos para salir con Tomás, Pedro “El Negro” González, Eusebio Pereyra. El Negro se había encargado de adornar el coche de plaza y todos nos hicimos los trajes. Nos fue a buscar a las nueve de la noche porque los carnavales comenzaban a las diez.

-Fueron los primeros travestidos de la ciudad…
-Sí y fue toda una novedad. En ese entonces, la calle Luis N. Palma era empedrada y cuando íbamos para el Carnaval notamos que la herradura del caballo sacaba chispas de los adoquines. Cuando llegamos, el comisario del Corso admiró el arreglo del coche y nos propuso que abriéramos los Carnavales. Todos estábamos sobre Rocamora porque debíamos desfilar por la 25 de Mayo. Estaba la confitería Apolito y toda la calle estaba arreglada con guirnaldas. Para dar inicio a los Carnavales, los Crespo disparaban una bomba de estruendo con un mortero y el estallido fue tan tremendo que espantó al caballo del coche de plaza y nos desparramó por el piso. Un varita municipal lo intenta agarrar y el caballo lo muerde que casi le saca un dedo. Nos levantamos del piso y salimos caminando igual. Al otro día, Miguel Ángel Chacón, que era nuestro amigo, nos visita y nos dice que estuvimos fantásticos pero que no nos habíamos lucido por el desparramo de ese incidente. Y nos propone hablar con una murga y así nos hicieron un lugar en la Barra Divertida. Al año siguiente pusimos cuatro chicas, porque hasta entonces las mujeres no salían en las murgas y eso fue toda una novedad. Lo que más le gustaba al público era nuestros miriñaques: la gente nos aceptó por la calidad del vestuario y nuestra caricatura no era ofensiva. Desde entonces no hemos parado más.

-¿Qué pasó con Barra Divertida?
-Ganábamos siempre y las demás murgas protestaron porque nosotros teníamos más integrantes de lo que indicaba el reglamento. Así que nos convertimos en Conjunto Carnavalesco. Y cuando los demás clubes se organizaron como comparsas, tuvimos que adaptarnos. Pero éramos de barrio, no teníamos un club detrás. El primer año nos contrata Sudamérica y nos dio un treinta por ciento. Al otro año Black River nos ofreció el cincuenta por ciento. Y al siguiente, Dock Sud nos ofertó el 75 por ciento y todos los gastos de los vestidos. Y ahí hasta que se terminó. Luego, cuando Papelitos deja el papel y se pasa a la tela, me contratan para dirigirla y hacemos el tema del Circo, que en rigor había sido una idea de mi hermana. En esa oportunidad nos gana Marí Marí porque presentó una innovación inspirada en los Carnavales de Río, con desnudos y batucada. Fue un buen triunfo porque Marí Marí deslumbró en esos carnavales.

-¿Y cuando el Carnaval se apagaba, a qué se dedicaba?
-Lo mío siempre fue la costura. Hacía toda clase de vestidos, para fiestas importantes, para teatro. A Nina Fuentes siempre le preparé el vestuario desde que inauguró su escuela de danzas. Y ella siempre nos ayudó con las coreografías y nunca quiso salir en el Carnaval, salvo este año y estuvo brillante… fantástica.

-¿Qué significó la inauguración del Corsódromo?
-Marca un antes y un después en la historia de los Carnavales de la ciudad y del país. El primero en pisar el Corsódromo fue Martín Ayala, que se arrodilló y besó su piso. El Corsódromo fue como el abrir de puertas de una jaula para que salieran los pájaros, dado que el vuelo creativo del Carnaval estaba limitado por la altura de los cables y los carteles de la calle y con el Corsódromo las comparsas ganaron en altura y en profundidad. Yo salgo por primera vez en el Corsódromo en 2007, con el traje del Virrey del Río de la Plata. Siento que este ha sido mi último año. Papelitos va a estar el año que viene, pero hay que ver si tengo lugar. Estoy pensando seriamente el retiro. Ya me hablaron de Acaguay que saldrá en los Corsos Populares Matecito y eso me conmueve, pero soy muy consciente de la edad que tengo y de mis limitaciones.

-¿Lo conoció a Matecito?
-Sí y mucho, porque yo muchas veces le confeccionaba los trajes. Matecito era un encanto. Lo conocí cuando salió del servicio militar y animaba cumpleaños. Para ello pedía telas en Vandry o en la Tienda El Hogar y me venía a avisar para que le confeccionara los trajes. Venía a visitarme y traía un espejo y se maquillaba solo, apenas se guiaba con un dibujo. Tenía mucha alegría y animaba cumpleaños y hacía asados para los amigos. Un ser muy querido y querible.

-¿Ya que estamos en el recuerdo, cómo lo conoció a José Luis Gestro?
-Lo conocí cuando el iba al Colegio Nacional y un día se acercó con un grupo de estudiantes para que los aconseje sobre cómo encarar un tema en las carrozas estudiantiles. Eran tres o cuatro chicos y había uno que no hablaba, pero cuando lo hacía mostraba su chispa creadora, y ese era José Luis Gestro, un grande que innovó en los Carnavales y dejó recuerdos imborrables e inspiradores. Soy un agradecido del Carnaval. Siempre me gustó el espectáculo, salir en el Carnaval da un placer especial, difícil de describir.

-Siente que hay algún prejuicio que superar en la sociedad para que el Carnaval siga creciendo…
-En absoluto. En todo caso cada sociedad vive su época. El Carnaval de Gualeguaychú ya mostró todo lo que se puede mostrar. Ahora hay que trabajar para que cada año sea más bello, más estético, más sugerente. Tenemos que trabajar en la creación de un Museo y en crear una facultad donde se enseñe el arte del Carnaval. La comunidad, todos, debemos trabajar para que la ciudad cuente con un Museo del Carnaval y con una escuela superior, de nivel universitario, que enseñe las artes que se aplican en la preparación de las comparsas. Tenemos todo para ambas cosas y es un crimen que no podamos organizar un Museo del Carnaval y que no podamos darnos cuenta de la necesidad de sistematizar un saber y de poderlo transmitir. Hubo un intento de hacer una escuela de Carnaval, pero hay que insistir, y debe ser integral. El desfile de carrozas estudiantiles es un gran semillero pero también un aspecto que sumar si alguna vez se piensa en serio en abrir espacios para el aprendizaje. Es un crimen no abrir una escuela. Y con respecto al Museo también es un crimen, porque hay vestidos que no merecen como destino la humedad del paso del tiempo.


Por Nahuel Maciel
Fotografías Ricardo Santellán
EL ARGENTINO ©

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